El día que fui jefe

Un día me tocó trabajar con Giancarlo, ahí en la empresa de mudanza. El loco es un italiano de aspecto jóven. Creo que va por el comienzo de los treinta. Simpático, con gorra, de pocas palabras. Sólo las necesarias: "Bongiorno"; "Quí facciamo?"; "Cuesta/o"; y "Má como?". Lo entiendo bien.

Nos tocó un edificio en un quinto piso sin elevador en la calle Seefeldstrasse. La clienta era una mujer de unos treinta y pocos. El tano estaba como loco. La mujer nos dijo que lo único que teníamos que llevar era la cama con el colchón y que mientras lo hacíamos ella se iba a no sé dónde, pero que volvía en media hora. El tano entristeció un poco. Quería que lo vieran en acción. "Tranquilo tano, no pasa nada", le dije mientras palmaba su espalda.

-Bene, e con cuá empecciamo?, con la camareta?, o el matrazto? -me mandé en italiano-
-Qué? -me dijo-
-Que con qué empezamos, digo. Con la cama, o con el colchón?
-Facciemo una cuosa. Io dismonto la cama, e tú ieva las maderetas.

"Me mataste, tano", pensé para adentro. Mientras él desarmaba la cama, yo, como un peón tuve ir bajando las piezas desarmadas desde el quinto piso. Nada grave, lo hice tranquilo. Los escalones son los que cansan.
Cuando ya había bajado todas las partes de la cama, me acerco y le pregunto:

-Bene Giancarlo, e montamos juntos il Matrazto?
-Che pesanto el Matrazto!, má agarrá de aquí -estaba pesado el colchón-
-Má putana! está bastante pesanto il Matratzo -refirmaba el comentario yo-
-Má, lo agarro io sólo! -se calentó-
-Pará, pará que te ayudo!
-Ma qué, io puodo solo
-Má fangulo! -finalicé la disputa y lo dejé sólo-

Yo le tenía mucho respeto al tano. Bastante. Me parecía buen tipo. Trabajador. Era como mi jefe. Pero en un instante toda esa imagen se me desmoronó. En sólo dos segundos. Fue cuando el tano levantó el colchón por sobre su cabeza haciéndose el Hércules. Fue en ese momento cuando se le cayó la gorra. Fue ahí cuando descubrí que era pelado. No lo podía creer. Me había estado engañando con esa gorra piojosa y esos pelos que aún le quedaban en forma de anfiteatro o herradura -visto desde un plano aéreo-.
Me asusté demasiado, lo admito. Mucho. Un dolor a los ojos. Tenía algún que otro mechón ralo que aún colgaba de la mollera pidiendo ayuda. Era otra persona.

Cuando se dio cuenta de que lo vi, me dio la mirada del infiel que lo agarran in fraganti. Tenía los ojos brillosos, creo que quería llorar. Cuando vi esa cabeza -de no se qué planeta-, subí como tres pedestales. El tano se hizo hormiga, y yo Hércules. Lo miraba desde arriba mientras el se hacía cada vez más chiquitito. A mí el viento me revoloteaba los risos en las alturas, mientras a él -convertido en hormiga pelada- se le reían unos insectos que andaban por ahí en el suelo mientras lo señalaban con desprecio.

La gorra se había caído por el pulmón de la escalera, como cinco pisos abajo. Tenía que bajar así. Todo pelado. Me daba verguenza a mí. No quería que la clienta llegara y lo viera así. Quería correr cinco pisos abajo para devolverle la gorra y tapar esa cabeza. Mis ojos empezaron a sangrar. Tuve que ir al baño a mojarme la cara. Fue ahí cuando agradecí el pelambre lleno de rulos que siempre me complicó la vida de joven. Esos rulos que nunca pude peinar. Agradecí a mis ancestros, a la Vírgen de la Peloncha, a mi madre. A todo el mundo.

Cuando salí del baño el tano ya no estaba. Se había bajado los cinco pisos con el colchón arriba de esa cabeza, solito.
Bajé detrás suyo. Tomé la gorra del suelo y se la llevé al camión. Se la dí. No me podía mirar en la cara.
"La prossima volta puedes desarmare tu la cameta, e io bajo las maderetas", me dijo. "Tranquilo tano", le contesté mientras tomaba su hombro, "no le digo a nadie", lo despreocupé.

Ese fue el día que fui jefe.